2 de noviembre de 2011

Relato - La chica del tren o cómo la chica volaba sobre los pájaros (1/2)

El traqueteo del tren se oía a lo lejos como un eco ensordecido. No era muy tarde, hacía poco que había anochecido. Un fresco envolvía las calles y recorría cada uno de sus rincones. Las ventanas que permanecían inalteradas dejaron de ser cristalinas. La gente paseaba abrigada por la ciudad. Una chica sonreía al percibir visibles algunas estrellas en aquel cielo turbado, paseando junto al chico que le gusta. Una mujer mayor abrazaba a su nieto al recogerle de las clases particulares de inglés. Un murciélago aleteó rápidamente al esconderse entre las ramas de un gran árbol perenne. Bajo él, un vagabundo acomodaba unos trozos de cartón sobre un banco para resguardarse, como podía, del frío. Un chaval de unos nueve años, escribía su nombre con el dedo en la ventanilla del asiento trasero del vehículo de su padre.
Al mismo tiempo, yo escuchaba en mi teléfono móvil, de espaldas a la ventanilla del tren, la canción de “Love” de John Lennon. Alicaído, me encontraba paralizado y atento; sumiso en cada palabra, en cada nota. No puedo saber con total certeza que un niño escribiera en ese instante su nombre, pero es algo que yo de pequeño solía hacer cuando los cristales se empañaban… como ahora. Y no creo que sea una acción desconocida para vosotros.
De pequeño hacía tantas cosas que ahora no, que realmente me entristece recordarlas y reconocer que las he perdido. Ya no veo un pasadizo secreto entre los arbustos del parque, ni un refugio bajo las pizarras de menús de la puerta de los restaurantes, o bajo las mesas, cualquier mesa. Yo también veo un sombrero, en vez de una boa constrictor comiéndose a un elefante. Ya no creo en los deseos de las estrellas fugaces, sino que veo un meteoro quemándose en la atmósfera –aunque no pierde, por ello, belleza-. Quisiera que mi perro me hablase, pero sé que no sucederá, ni aunque le ladre creyendo hablar su lenguaje. No puedo volar, ni mi jardín es una pequeña Amazonas. No puedo tocar el arcoíris, ni subiendo a la montaña más alta. No encontraré hadas aunque me oculte una noche entera en un bosque, ni las sábanas me protegerán ante un infortunio. Puedo pensar dragones, soñar que los tengo, pero saber que no puedo tenerlos. Al igual que el peluche que tanto quería: no cobrará vida.
Es muy triste crecer y perder las buenas costumbres. Correr por la calle. No saber que te miran, saber que todo te da igual: sólo quieres correr, volar y matar al pirata que te acaba de robar tu tesoro. Mirar a los ojos de tu compañero de pupitre y creer que será tu amigo para toda la vida, o creer haber encontrado la casa del demonio al excavar medio metro en la tierra del patio de recreo. Decirle a tu vecina extranjera que nunca la olvidarás, antes de que marche a otro país… y perder completamente el contacto con ella. ¿Qué fue de aquél niño con el que compartí juegos en mi infancia?

El tren se paró. El monitor que indica la posición del vehículo durante el recorrido estaba estropeado. Me quité un segundo los auriculares para oír el altavoz, y no era mi estación. Yo estaba sentado muy cerca de una de las puertas, por lo que pude controlar el movimiento de personas que entraban y salían. Eran pocas, en comparación a otras veces. Salieron un par de jóvenes vestidos de oscuro y entraron de golpe unas cinco personas. Todas parecían ser un grupo de conocidos entre sí, salvo una. Ésta se alejó de ellos y tomó la dirección contraria en busca de un sitio. No dudó: se sentó muy cerca de mi asiento, tanto que podía respirar su perfume. Era jodidamente dulce. Fresco.
Dulce como su rostro, pálido. Fresco como su mirada, humedecida por el frío. Sus mofletes estaban quemados. Sus manos tenían pinta de estar congeladas. Las apoyaba sobre un cuaderno mediano que portaba ya cuando entró. Se quedó mirándolo, en silencio. Un buen rato. Curioso, hice ademán de asomarme disimuladamente a ver qué atraía tanto su atención del cuaderno. Pude ver un dibujo, pero no reconocía demasiado bien la figura. Entorné los ojos, me esforcé un poco. Ella se daría cuenta de mi fisgoneo, pues impuso su mano rápidamente sobre la ilustración. Nervioso, la miré. Cruzamos las miradas y me sonrió. Movió sus labios. Finos, pero realmente bonitos.
-Es… Esto es una golondrina -me dijo.-Y esto es una chica. Vuela sobre la golondrina.
-¿Lo has hecho tú? -le pregunté.
-Sí.
Era verdaderamente bonito. Parecía una ilustración sacada de un libro de cuentos infantiles. Asentí varias veces, mirándole, perplejo. Le pregunté si estudiaba Bellas Artes o algo parecido, y me dijo que no. Ahí acabó nuestra conversación en ese momento.
Me puse los cascos de nuevo, y seguí escuchando a mi querido John. Volví la mirada hacia ella, silenciosa y aquietada sobre su asiento; recta, posicionada nuevamente con las manos sobre su cuaderno, con la mirada sobre su dibujo. Me prendí de sus manos… qué finas, qué blancas. Sus dedos eran como tallos; sus uñas, brillantes como perlas. Y sostenían su librito con una delicadeza digna de una flor. La portada del cuaderno había sido cuidadosamente pegada por ella sobre la carátula original, que posiblemente sería de algún color liso oscuro. Se veía que era una chica meticulosa, además llevaba el corto pelo graciosamente colocado. Me encantaba, ¡me encantaba! Pero, lo que más me gustaba de aquella desconocida, era la extrañeza que vengo destacando: su afición por la contemplación de su cuaderno. Me agradaría saber qué tendría escrito en sus páginas.

Pasadas dos estaciones, empecé a aburrirme. Miré por la ventana. Podía ver a lo lejos las luces de la ciudad, que competían -y ganaban notablemente en luminosidad- con las luces del cielo. Miré el reloj de mi teléfono: sólo había pasado media hora desde mi partida, veinte minutos desde la entrada de la extraña chica. Acordándome de ella, la miré inmediatamente. Allí seguía, silenciosa, aquietada y recta, con su enigmático cuaderno entre las manos. El tren estaba casi vacío. Quedaban cuatro paradas más antes de mi destino. Tenía muchas ganas de llegar, ya empezaba a cansarme el viaje. Aborrecí las canciones de mi teléfono y crecían en mí ganas de acercarme a la misteriosa chica para saber más cosas sobre ella. Pero no me atrevía. Además, su mirada parecía perdida y su rostro adormecido. Estaría cansada. ¿De dónde vendrá? ¿Adónde irá? Si quería conocerla, más me valía acercarme ahora… o la próxima parada podría ser la suya.
Sentía el impulso dentro de mí intentando mover todo mi cuerpo hacia ella, mis palabras hacia sus oídos. Pero no podía. Otra parte de mí me daba retraimiento. Me sentía ser el juguete de dos fuerzas opuestas. Para retrasar una decisión, miré de nuevo el reloj. Sonó el altavoz comunicando la cercanía de la próxima parada. Miré a ningún lugar a mi frente. Me desperecé sobre mi asiento y apoyé mis brazos sobre mi abdomen. Miré de reojo a mi derecha. Divagué… Cerré mis ojos. Me rasqué la barbilla y decidí levantarme. Vacilé por unos instantes, la miré a ella rápidamente, virando de su rostro a la ventanilla de su vera, aún con mi mano sobre mi mentón. Caminé a través del pasillo hasta la otra punta del tren, para disimular tener algo que hacer. No era muy largo, por lo que tardé poco en llegar al extremo opuesto. El tren se paró, varias personas salieron y otras entraron. Me prometí que si al volver a mi sitio la chica seguía allí, sentada en su lugar, hablaría con ella. Si se había bajado, habría perdido la oportunidad de saber sobre ella y me olvidaría de todo. Volví. Allí seguía…
…Dormida. El sueño y el traqueteo arrullador del tren le hicieron abatirse allí mismo, algo habitualmente visible durante viajes largos al final del día. Así  me transmitía más misterio: dormida era silencio absoluto; ni miradas ni gestos, silencio. Y encanto, con sus pelitos caídos sobre su faz, sus labios casi invisiblemente abiertos y sus ojitos, de párpados tiznados, cerrados. Ahora que no había nadie cerca nuestra, y ella dormía, podía observarle sin aprensiones. Sus manos lacias sobre el cuaderno. Su cuerpo dejado de caer sobre el respaldo del sillón, su cabeza ligeramente inclinada hacia su derecha. Sus piernas entreabiertas, sus botas sobre el pantalón. A su espalda, las luces pasaban rápidamente, las muy cercanas. A lo lejos podía ver otros focos pertenecientes a casas que viajaban lentamente. Bostecé. Seguí mirándola. Silencio constantemente roto por la vibración musitada del tren. 

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