8 de abril de 2011

Texto - 2/4/11 Madrugada. Hechos reales.

Allí estaba. Sentada en el suelo en el centro de un salón desconocido y callado. A su derecha, un antiguo balcón abría la boca para tomar pequeñas bocanadas de fresco aire marítimo durante la noche. A lo lejos, las olas rompían como globos balanceándose en el aire o niños columpiándose en sí mismos. La luz era escasa. Un pequeño foco alimentaba la oscuridad con su opuesto. 


Ella estaba concentrada. Sostenía un bolígrafo en la mano derecha y escribía unas palabras en su libreta. 
El teléfono, de repente, sonó durante un cuarto de segundo. Inquietada por la ruptura de su silencio, miró a sus espaldas y expectante aguardó la repetición de la alarma. 
No sonó.
En la pared sobre la cual reposaba el mueble del teléfono, una mujer de aspecto 'diecinuevesco' le observaba la fachada trasera mientras que ella no se enteraba de nada. 
Ella sólo permanecía sumisa en su pequeño universo imaginario.

En su libreta, una vez expresada una página de ideas, apoyó el bolígrafo y buscó otra alternativa para paliar la soledad de esa noche. Se frotó los ojos y sus dedos quedaron tiznados de maquillaje. Entró en el cuarto de baño, lindante al salón-cocina donde estaba, y se enjuagó las manos. Oyó voces en el exterior y un imaginario miedo la heló. Se proyectó en ella una película en la cual dos hombres -los dueños de las voces- acortaban la distancia entre ella y ellos existente trepando por el balcón.

Regresó a su posición inicial, en el centro de aquella habitación, y observó las revistas de la tablecita de la mesa. Entre ellas, vio un libro de pintura acerca de la luz, y se dispuso a ojearlo soltando por sus labios un casi imperceptible "qué guay". 

El silencio.
Las olas.
La observación de antiguos cuadros y rostros muertos entre el claroscuro del salón.
La soledad.

Todo un conjunto que le regalaba una perfecta ambientación para el disfrute de su alocada mentalidad. 
Contemplaba atenta las obras y susurraba para sí el nombre de éstas. 
Cada detalle, cada línea.
Cada ojo, cada nariz, cada boca.
Cuánta perfección, cuánta belleza.
Cuántos mundos. Cada cuadro: una aventura.

A ella le encantaba imaginar historias. 
Y en ese momento, aún más. 
Cada imagen le atribuía una sensación diferente, una trama única.
Abrió una página al azar, y Vieja haciendo encaje en una cocina -de Nicolaes Maes- atrajo su atención y a su carrete de películas durante unos minutos. 

Empezó a estar incómoda. Sentía frío, pero prefería permanecer allí sentada a entrar en la oscura habitación a por una manta. Su inevitable imaginación decidió retenerla. 
Se puso su chaqueta, hasta ahora olvidada sobre el sofá como un ovillo enredado, y se asomó al balcón. Sonó el móvil.
Su mente volvió a funcionar. 
Hay que ver cómo puede llegar a actuar el cerebro humano cuando tiene sueño y desgana.
Desde el balcón, vio cómo un barco imitaba a la Luna en sus días visibles dejando una marca en el mar. Un suave airecillo le acariciaba. Volvió al salón.

Allí observó el estante del teléfono repleto de libros. Se interesó por muchos. Previamente, cuando llegó a aquel lugar, se vio tentada a echarles un vistazo a las dos montañas de libros, sobre los cuales se apoyaban dos cuadros, erigidas sobre una mesa enfrente suya. Pero no cogió ninguno.
Ahora agarró con cautela un par de libros de la estantería.

**Libros: La desbandá, Luis Melero, 597 páginas (el más delgado, pero curiosamente el que más pesaba).
Las mejores poesías de la lengua castellana (el más gordo). 

Ya sabía cuál leerse.

Buscando, eligiendo, curioseando, extraía uno y otro pensando a su vez en que encontraría un ojo mirándole luminoso y despierto desde la oscuridad de los huecos que iba provocando.

Volvió al estante. Se sentía como la ladrona de libros en la biblioteca del alcalde. Pero sola. 
Y con una sola estantería. 
Cogió otro libro: La guerra civil española. Éste se presentaba algo deteriorado. Dejó escapar otro "qué guay" mientras acariciaba la portada. Dio una pasada rápida a sus hojas y acercó a la par la nariz para respirar el airecillo apapelado con un cierto dulzor a antigüedad. Lo devolvió a su lugar.
-"Hay tantos libros..."-dijo.
Siguió mirando, pero por curiosidad. Ya tenía seleccionado a su compañero nocturno.

Movió uno de los sofás hasta situarlo bajo la lámpara de tenue luz y se sentó a leer.
El silencio se intensificó. La mujer diecinuevesca seguía allí, pero ya no alcanzaba verla. 
Iban y volvían las voces bajo el balcón.
En el mar, seguían las olas bailando.
Y ella, leía. 

Letra más letra. Palabra por palabra.
El arrullo del mar.
Letra más letra.
La vaporosa luz sobre el sofá. Sobre ella.
Palabra por palabra.
Los párpados le pesan.

Sueña.

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